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“No se puede hablar de justicia a uno que no es pecador”

¡Qué duro es reconocerse pecador? ¿Has hecho la prueba alguna vez? Ponerte frente a un espejo, mirar fijamente tus ojos y decirte: “Yo soy pecador”. Es fuerte, pero es verdad. Es una verdad que todos vivimos. Jesús nos decía: «Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» (Juan 8: 7). ¿Quién se atreverá siquiera a pensar en recoger una piedra? ¡Nadie, nadie, porque todos somos pecadores! Hay algo en nuestro interior que nos dice que somos pecadores, que hemos obrado mal. Solemos no seguir la voz de nuestra conciencia, en la cual habla Dios, escuchando solamente el resonar de nuestros alaridos en busca de satisfacción y comodidad.
Nuestros actos tienen consecuencias en nosotros, sea esta positiva o negativa. Una obra buena es como limpiar nuestra alma con un trapo y desinfectante; una obra mala es manchar con barro aquel lugar que ya estaba limpio. Y así, una y otra vez: limpias y ensucias, limpias y ensucias. ¿Esto tiene un fin? Es una buena pregunta. Para Dios no hay nada imposible. Dios es eterno y esto significa que vive fuera del tiempo, no como nosotros que estamos enraizados en las 24 horas del día y en los 365 días del año sin poder agregar ni quitar una hora del reloj. Dios es eterno y lo ve todo. Por eso es omnipotente, omnipresente. Él conoce nuestra vida desde el incio hasta el final, nada se le escapa. El salmo 139 retrata esta realidad muy bien:
«Señor, Tú me examinas y me conoces. Tú sabes cuándo me siento y me levanto. Penetras desde lejos mis pensamientos. Camine o descanse, Tú lo adviertes; todas mis sendas te son familiares. Pues aún no está una palabra en mi lengua, y ya, Señor, la conoces toda. Me aprietas por detrás y por delante, en mí tienes puesta tu mano. Misterioso es para mí este saber; demasiado elevado, no puedo alcanzarlo» Salmo 139:1–6
Dios que nos conoce tan bien y sabe cuán frágiles somos ha tenido en consideración enviarnos a su Único Hijo Jesucristo como salvación de todos. ¡Salvación de todos! Aquí está la respuesta. A Jesús no lo mataron, es Él quien ha dado la vida por nosotros, porque nos ama, ya que «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» Juan 15:13. Y ¿cuál es nuestra respuesta? Necesitamos reflexionar mucho nuestra respuesta. ¿Cómo le respondemos a Jesús? ¿qué dice nuestro corazón ante esta realidad tan cruel y amorosa a la vez? ¿podemos no decir nada o voltear la mirada frente a un Cristo crucificado? Lo más fácil es desentenderse y olvidar. Quitar los crucifijos de los colegios y las casas; quitar las imágenes de las calles, las estampitas de los libros y los rosarios. ¡Quitar, quitar y quitar! ¿como si quitar sirviera de algo? Al contrario, debemos sumarnos a esta realidad con una conciencia firme de ser pecador. Esto es humildad, ser conscientes de que “soy un pecador”. Así lo decía el Papa Francisco en sus primeras entrevistas: “Soy pecador”. Esta conciencia nos permite abrir los ojos y ver el crucifijo con amor, porque sé que Jesús ha sufrido por mí, se ha dejado torturaar por mí, insultar por mí, se ha dejado blasfemar por mí… ¡el Hijo de Dios! ¡la Segunda Persona de la Santísima Trinidad!
«Sólo quien ha experimentado su propio pecado, su propia miseria, es capaz de cargar sobre sí una astilla de la cruz de Cristo»
Esta ignominia de la cruz sólo se entiende a la luz de nuestra realidad de pecadores, de reconocernos pecadores. «La humildad es la verdad» decía Santa Teresa de Jesús. Y ahora es cuando todo encuentra su lugar, todo tiene sentido. Por eso decimos “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”, ¿qué estamos diciendo sino que haga nuestro corazón humilde y manso? La justicia de Dios, aquella de dar a cada uno lo que merece no tiene sentido en la cruz. ¿Merecía Jesús un castigo como el que sufrió? No, y sin embargo lo asumió por puro amor a nosotros. Amor verdadero. Jesús predica y practica, habla del amor amando, anuncia el Reino de Dios salvando. ¡Yo sí que quiero ser su amigo! Esto es conocerlo.
La justicia de Dios opera diferente a la justicia humana. Mons. Fulton Sheen, arzobispo estadounidense, decía: “No se puede hablar de justicia a uno que no es pecador”, no se puede hablar de esta justicia a quien no se reconoce pecador. Es necesario saberse pecador para entender la justicia de Dios. Leemos en el Nuevo Testamento las palabras del sumo sacerdote Caifás, quien decía:
«Ustedes no saben nada, ni se dan cuenta de que les conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación -pero esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» Juan 11:49–52
Reflexionemos en esto. Soy pecador y lo reconozco. Reconociendo que soy pecador reconozco también que mi pecado ha sido pagado a un precio muy alto, y es que el mismísimo Hijo de Dios ha pagado por mí. Uno solo pagó por todos, yo no debo nada. Pura gratuidad de Dios para conmigo. Soy pecador, y no me canso de decirlo porque es verdad. Soy pecador y quiero cambiar. Soy pecador y quiero amar a Jesús con todo mi corazón. Por último, no olvidemos las palabras del Papa Francisco:

“No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro”.

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